martes, 19 de abril de 2011

Una noche como ninguna por Beatriz Brenes


La montaña... hogar y tumba de los guerrilleros.

No basta con el sí mágico para lograr recrear la importancia que tiene la montaña para la vida de un guerrillero. En la montaña se prueban al máximo las voluntades y las convicciones. En la montaña se olvidan las comodidades. Se vive cada segundo. Luchás por vivir, pero sin miedo a morir.

Mis compañeras (Adriana y Daniela) y yo
pasamos una noche en la montaña en un pequeño esfuerzo por vivir en carne propia esa experiencia. No voy a ser hipócrita, nuestro campamento no le llegó ni a los talones a lo que vivieron ellos, pero para nosotras hizo toda la diferencia del mundo.

Vestidas con traje de fatiga, salveques de saco gangoche (en el cual llevamos suficientes latas de sardinas, atún y leche condensada como para sobrevivir por mínimo 3 semanas) y cargando nuestro fusil, nos adentramos en la montaña y caminamos montaña abajo buscando un claro protegido donde poder pasar la noche. Montamos nuestras hamacas y las cubrimos con plástico (por aquello de la lluvia), bajamos al río a llenar nuestras cantimploras, a buscar agua y leña para cocinar.

Debo aclarar que yo soy un cero a la izquierda cuando de cocinar se trata... y ¿a quién le tocó cocinar esa noche? Sin embargo, algo había entre las piedras, la leña y la poca luz... mi arroz quedó sueltito y delicioso, aunque con poca sal, eso sí (me emocioné terriblemente por mi éxito culinario y un par de días después intenté repetir la hazaña en mi aparta, pero fue un fracaso rotundo... que lo diga mi roomate).


Después de cenar, nuestros "entrenadores" (excombatientes anónimos de alguna guerrilla latinoamericana), nos contaron algunas de sus anécdotas, desde lo mejor (como las esperanzas, las fiestas y los amores), hasta lo peor (como ver morir a los compañeros y no poder hacer nada al respecto más que enterrar el cadáver).

Esa noche hicimos guardia, yo fui la tercera. Una hora y media. La luna brillaba como señalándonos y agigantando las sombras en la montaña. A pesar de que sabía que estábamos perfectamente a salvo y que lo peor que podía pasar era que me encontrara una culebra, decidí darle rienda suelta a mi imaginación y colocarme en ese sí mágico que nos enseñó Stanislavsky. Escuché antentamente, buscando siluetas humanas caminado entre los árboles, cualquier rama mecida por el viento se convirtió en un potencial peligro y yo estaba a cargo de mi pelotón de 5 guerrilleros, cualquier emboscada y su sangre quedaría en mis manos. Armada con un machete y mi fusil revisé el campo y ante una sombra agazapada en el suelo mi corazón se detuvo...

Como actores debemos aprender a controlar las emociones de nuestros personajes y no dejarnos dominar (no se trata de desarrollar algún desorden de personalidades múltiples tampoco). Sin embargo, debo admitir que en esta ocasión me costó regresar a la realidad.

Apunté con mirada asesina y mi mente corría a mil decidiendo el mejor curso de acción para deshacerme del enemigo (ajá), de pronto empecé a tener esa sensación de que te están observando y empecé a temblar... el miedo había llegado.

Bajé el fusil y empecé a respirar hondo y pausado. El ejercicio tenía que terminar. Lo mejor de todo fue que ya sólo me quedaban diez minutos de guardia y pronto podría volver a dormir.

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